abril 26, 2006

Llovizna

En esa tarde el departamento resultaba insuficiente. Ya había pasado de una habitación a otra y no encontraba acomodo: la cama, el sillón y la cómoda silla de escritorio no bastaban bastaban para contener mi ansiedad.

Era agosto y la tarde invitaba a explorarla, convencida de que no llamaría decidí salir; dejar que el teléfono descansara de la mirada inquisitiva que le exigía un campaneo.

Las calles de la Narvarte son para mí un sello de independencia; recorría con paso apresurado la colonia cuando me pregunté el motivo de mi prisa, no lo encontré, así que decidí bajar el ritmo de mi paso.

Las ideas se amotinaban en mi cerebro, no sabía si llorar, era tristeza y rabia mezcladas; ¿por qué no podía obtener una respuesta directa, sin recovecos? Era un sí o un no... No sabía con exactitud cuando se había colado en mí el deseo, pero era evidente que no era compartido.
De repente, se soltó una brisa constante, la luz de la tarde huía y empecé a oír un ruido de lluvia; por unos minutos no supe qué hacer, no sentía la humedad de las gotas.

Me detuve en la esquina de Concepción Béistegui y Enrique Rébsamen; de pronto entendí, una lluvia morada caía sobre mi cabeza, el sonido de las florecillas sobre el pavimento era rítmico... me olvidé de todo y permanecí durante algunos minutos sorprendida.

Ahora, algunos años después, lejos de él, cuando veo una jacaranda la contemplo y recuerdo la tranquilidad de aquella tarde, cuando en el centro de mi tormenta personal, apareció una llovizna floral que me hizo entender que él no era mi mundo...

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